Natxo Allende

Los Curas y el Sexo

Colegio Munabe. Lujua, Vizcaya. 1983 

Yo tenía 13 inocentes años y mis padres, sin saberlo, me metieron en el que creían que era el mejor colegio de Vizcaya, el colegio Munabe, un colegio del Opus Dei dónde lo más importante era si te habías tocado teniendo pensamientos impuros, o si te habías confesado antes de ir a misa. 

Hasta entonces yo nunca había ido a un colegio tan religioso, que se tomaba tan en serio toda esa monserga sobre el sexo y las impurezas. Tampoco le había prestado demasiada atención a todo lo referente al pito. Lo que sin duda más me llamó la atención es que llamaban actos impuros a todo lo relacionado con las pajas o el deseo. El mensaje que me transmitieron desde el principio es que el sexo era malo y había que combatirlo como fuera. Yo no entendía por qué era malo, si el sexo siempre era agradable, pero claro, nunca tuve cerca una voz discordante que me dijera que no era malo, así que les creí. 

El castigo por hacerse una paja y luego ir a misa y comulgar era terrible. Nunca olvidaré las palabras de aquel profesor con gruesas gafas de traje gris y olor a rancio que nos decía: el más pequeño dolor que hay en el infierno, es el más grande dolor que hay en la tierra. Si tú has pecado y no te confiesas antes de comulgar, y te mueres, irás al infierno y sufrirás por toda la eternidad, unos dolores indescriptibles, para siempre. Y hacía especial mención a la eternidad, y nos explicaba lo que era, algo que no se acababa nunca. Imagínate sufrir tanto por siempre. El acojone era total y por supuesto que íbamos a misa y nos confesábamos siempre que podíamos, aunque no hubiera pecados que contar. 

Aquello era una completa y total locura, pero nosotros nos lo creíamos y hacíamos lo indecible para no tocarnos la pirindola. Recuerdo dar vueltas en la cama de noche con la polla dura como una roca y hacer todo lo posible para no sacudírmela ahí mismo y correrme. 

Era muy difícil que no me tocara pasados dos días, yo tenía entre mis piernas una locomotora chetada a todo gas y aquello me pedía día si, día también, que expulsara el veneno. Así que cuando ya no podía más, frotaba mi mano con mi apéndice y exprimía ese néctar de macho, y este salía como si fuera un géiser. 

Siempre ponía un calcetín o una funda de almohada para echar ahí los restos. Mi buena madre, que es la que limpiaba mi habitación, nunca sospechó de que ahí dormitaban mis hijos muertos.

Se dice pronto, pero fueron cinco años en aquel colegio, de levantarme todos los días con la polla más dura que el palo mayor del buque escuela Juan Sebastián Elcano. Cinco años en los que tenía que caminar con las manos en los bolsillos para que no se notara la tienda de campaña. Y es que creo que tuvo bastante culpa que me operara con 12 años de fimosis, y dejaran todo el prepucio al descubierto. Eso hizo que tuviera una sensibilidad extra fuerte y cualquier cosa que rozase mi capullo provocaba que se rellenasen los cuerpos cavernosos y se me pusiera la pollita como un misil norcoreano. 

Así iba yo de feliz al colegio todos los días, habiendo dejado siempre mojado de pis el retrete por fuera porque era imposible apuntar bien con esa cosa que estaba siempre mirando hacia arriba. En el colegio, por suerte, nadie se percató que iba más empalmado que un mono de feria, lo de meter las manos en los bolsillos funcionaba.

Me levantaba a las 7:00 de la mañana y hasta las 11 eso no bajaba, así todos los días.

¿Quién me iba decir a mí, que muchos años después, esa particularidad me beneficiaría a la hora de hacer porno? Por un lado la hipersensibilidad que tenía, que hacía que se me pusiera dura muy fácilmente, y por otro lado, fruto de ese deseo incompleto, esa incontinencia forzada que impedía que disfrutase del sexo correctamente, mi sexualidad se volvió explosiva, y, digamos que experimenté una rara habilidad. El sexo me gustaba siempre, y me excitaba muchísimo y, cuando por fin eyaculaba, veía al niño dios y todos los apóstoles. Era sublime. 

Por no hablar del misterio de lo femenino, tuve que esperar a tener 18 años para poder penetrar a una mujer y saber lo que era eso. Mucho tiempo esperando, muchas pajas con ese deseo carcomiéndome las entrañas testiculares. Vamos, que me pasé toda la adolescencia luchando contra mi propio cuerpo, contra mis deseos, contra mi verdadera naturaleza, por culpa de unos curitas que te decían que no te podías masturbar nunca. Maldita su estampa. 

La mayor parte de mi adolescencia, una edad crítica, la pasé así. Con el cargo de conciencia de que estaba haciendo algo mal. Cuando por fin sucumbía a la tentación, disfrutaba por dos o por tres ese intenso placer.

Gracias a las pajas, descubrí la pornografía, qué invento. Qué maravilla. Que pajas caían, qué grado de eficacia tenía el ver a una mujer desnuda o haciendo sexo. Las pajas salían solas. Mis dos fuentes de revistas porno eran mis dos tíos. Mi tío rico estaba surtido de docenas de revistas Playboy y  Playhouse, y mi tío pobre tenía alguna que otra LIB. Más tarde, fueron los cómics con títulos como 1984, Cimoc, ComiX internacional, Totem, y otros con los que me hacía pajillas. Reconozco que estaba bien surtido y digamos que ese fue mi primer acercamiento al mundo pornográfico. Quien me diría a mí que en un futuro yo acabaría haciendo ese tipo de contenidos.